viernes, febrero 24, 2006

2 miradas

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Un país rolinga

Por Rodrigo Fresán

No estoy allí pero es como si estuviera porque alguna vez estuve. Y es que si algo caracteriza tanto a los Rolling Stones como a la Argentina es la constancia de ciertos modales. Y juntos son dinamita.

Así que ya saben: el chico que ahorró durante años y que hará cola durante varios días para entrar primero, la modelo que será “descubierta” cenando con Mick Jagger en algún antro de moda o saliendo de la suite de turno, Keith Richards y Ron Wood tocando con la misma gestualidad entre épica y absurda de adolescentes con guitarra de aire frente al espejo del placard, Charlie Watts cada vez más parecido a Bela Lugosi, algún momento de catarsis violenta a la hora de entrar al estadio y, tal vez, una pizca del omnisciente Diego y/o camiseta del seleccionado sobre el escenario... Y, claro, las mismas viejas canciones de siempre o (no está de más advertir que a quien firma esto se le escapan las excelsas virtudes de A Bigger Bang en relación a “flojos” discos anteriores que, en su momento, fueron alabados como “renacimientos”) las nuevas canciones de siempre que, siempre, sonarán enseguida como las viejas: riffs primarios, letras simples con corazones rotos y callejones oscuros y el rock como pócima mágica y redentora, y un señor dando saltitos.

Y, por encima de todo y de todos, los fans.



Me ha tocado vivir la llegada de los Rolling Stones a varias ciudades del mundo y en ninguna parte ocurre lo que en Buenos Aires. Mientras que en el resto del planeta son entendidos y aceptados y disfrutados desde hace años como un productivo parque temático de sí mismos, como multimillonarios caballeros de fortuna atracando puertos (no tengo dudas de que el cadavérico Richards estará formidable en la inminente segunda parte de Piratas del Caribe), o como una divertida y nostálgica banda de autohomenaje, en la Argentina los Rolling Stones son dioses.

En la Argentina se crean palabras escalofriantes como rolinga, se abraza su credo sociológicamente imposible donde comulgan barrio bajo y jet-set, y se cree en los Rolling Stones como si en ello fuera la vida. Y tal vez esta pasión tenga que ver con que los argentinos y los Rolling Stones están hechos a mutua imagen y semejanza. Unos y otros viven más o menos felizmente enredados en un pacto fáustico donde el primer mandamiento de sus satánicas majestades es “No envejecerás” o, mejor, “No sabrás cómo envejecer”. A diferencia de lo que ocurre u ocurrió con artistas “maduros” como Johnny Cash o Bob Dylan o Leonard Cohen o Ray Davies o Paul McCartney, los Stones han optado por seguir en la misma, repetir los mismos tics, entender al rock and roll desde el vamos y hasta el fin como respuesta monolítica y ya fosilizada en contra (pero a favor) de la insatisfacción de una eterna edad del pavo.

A la Argentina le ocurre lo mismo si se la compara con otros países colegas: la misma vieja canción de siempre, los mismos discursos, las mismas caras de piedra cada vez más agrietadas o los rostros supuestamente novedosos pero instantáneamente experimentados en el acné de sus intenciones y en sus grititos histéricos.

La pequeña pero más que atendible diferencia es que a los Rolling Stones les va muy bien en lo suyo.

Alguna vez lo escribí, vuelvo a escribirlo ahora: habiéndolo inventado todo, a los Beatles sólo les quedó inventar el separarse. Fue entonces cuando, quizá, los Rolling Stones decidieron seguir juntos para siempre, orquestando sucesivos duelos Jagger/Richards para angustia de la concurrencia, anunciando nuevo tour, girando en círculos, como viejos long-plays.

Cuando me acuerdo de la Argentina de mi infancia –cabe la posibilidad de que se trate de un mecanismo de defensa, de una de esas alteraciones del pasado– no puedo evitar el pensarla como un país beatle. Después, en algún momento, la Argentina decidió ser un país rolinga. Supongo que fue entonces cuando comenzaron los problemas.

Rodrigo Fresán escribe en Página 12


Magistral clase de rock´n´roll

Por Pablo Schanton.

"Nací en el huracán de un fuego cruzado". A las 22, atropellando sílabas, Mick Jagger irrumpe en el escenario con un enojo sensual que es parte de su arrogancia y su carisma. La canción es Jumpin' Jack Flash (68) y suena a flash, salto, locura, huracán y tormenta torrencial a la vez que se los nombra. Los Rolling Stones están tocando en la Argentina y existe un plus a la perfecta y vertiginosa concordancia letra-música de sus canciones: las cosas sobre las que cantan y tocan pasan. Afuera del estadio de River, donde tiene lugar la presentación del sorprendente álbum A Bigger Bang, la policía se enfrenta a los fans que quieren ingresar sin haberse hecho de la costosísima entrada. Sí, entre golpes y vallados caídos, muchos se habrán sentido Jack Flash, el saltarín. "La bronca es una energía", cantaba un ex punk y eso encarna parte de la música de los Stones, aún hoy.

De ahí la identificación de tantos adolescentes para los cuales el 68 fue el año en que sus padres (o abuelos) se conocieron. Jagger-Richards y compañía, punks antes del punk, pudieron haberse dejado marketinear como chicos malos, pero su negatividad todavía resuena en lo más real de la violencia adolescente, generación por generación. Cuánto "No" todavía pueden corear cientos de miles en la Buenos Aires 2006 ("No puedo encontrar ninguna satisfacción"), festejar la oscuridad ("Quiero ver el sol pintado de negro"), cantarle al Diablo, a las prostitutas o a un asesino serial (Midnight Rambler). Menos temerarios que cuando eran el negativo de Los Beatles y ya parte del entonces llamado "sistema", sin embargo, en muchas de sus canciones sigue cifrado un inconformismo para ser actualizado. Acá hay mucho más que unos "viejitos ricos con aguante".

Si Los Beatles alguna vez prefirieron ser una banda de estudio, los Rolling eligieron la ruta contraria y aquí están, mejor que años atrás. Sí, A Bigger Bang es excepcional porque por fin —según quiere Richards— volvieron a ser más loose (sueltos) que manieristas. Una resurrección a nivel de la composición y la performance que dejó atrás la redundancia con aggiornamiento de los 80 y los 90. Pero volvamos al escenario que Ron Wood nos está tirando besitos. La escenografía es discreta en arquitectura pero no en colorido. Parece un gigantesco tocado de plumas de cacique apache con pantalla al centro (de altísima definición) y otras a los costados. Nada muy creativo ni tan espectacular. La puesta en escena de la banda es como la evolución del "pithecantropus hiperkineticus" (Jagger), la cual arranca en el impasible y genial (¡un batero sin glándulas sudoríparas!) Charlie Watts y tiene su transición en la dupla de guitarristas Keith "Gitano" Richards y Ron Wood, que se flexionan empujando acordes como bolas de billar, sobre la base de Daryl Jones (bajo).



Menos gimnástico que Jagger, Richards festeja su vitalidad como un esqueleto mexicano de cíclica convalecencia. Cuando le toque el turno a su "set solista" (es cuando Mick descansa) recibirá un baldazo de aplausos que lo emocionarán hasta taparse la cara con gesto simio. Ese es uno de los puntos altos del show. Verlo ahí, a Richards —esa cara que concentra arrugas como un árbol— es conmovedor: escupe su cigarrillo modelo Boogie el aceitoso por ahí y se pone a cantar cavernoso This Place is Empty (05). Una canción de soledad ante miles de personas. Luego pasa a Happy (72), aquel gospel de autoayuda para exorcizar bajones, solo de saxo mediante. Y volvemos a estar todos a solas con él, entre sus confesiones y sus conjuros. Una vulnerabilidad que Mick no se permitiría.

Jagger se ve tan poseído como histriónico. Sabe que la expresividad no sólo depende de la sinceridad sino de las dotes actorales. Veámoslo al piano eléctrico (en este show oficiará de multiinstrumentista: piano, guitarra, armónica) interpretando la balada-plegaria Worried About You (81): ahí manda ese falsetto castratto que lo pone Bee Gee. Su vulnerabilidad siempre fue afectada, y en eso radicaba la eficacia de Angie y Fool to Cry. Su demanda de amor suena ladina: se quiebra, pero seduciendo. ¡Si este hombre inventó el metrosexualismo! Y cómo chilla, cual cotorra en celo, esos "¡Baby!" en River, acompañando el ruego con un zig zag de pelvis que envidiaría Axel Rose.


Hay un clímax. Llega con Midnight Rambler (69). Para esta "ópera blues a medio cocinar" (Richards dixit), la banda se lanza a una extensa jam como la que dejaran registrada en su álbum en vivo más excitante, Get Yer Ya-Yas Out (70). River entra en trance: el tema se acelera y desacelera, se arma y desarma, hace ruido y hace silencio; todo, como si tuviera vida propia y ellos fueran sus médiums. Aquí hay un punto a destacar: son capaces de dejar de lado el dogma de la "profesionalidad" para permitirse semejante aventura sonora, donde hasta se los siente fuera de sincro, colgados, perdidos. Tanto que el merecido homenaje a Ray Charles que le sigue —con The Night Time (is the Right Time), una legendaria canción que moldeó el reclamo erótico de Jagger— es como caerse de Júpiter en el Soul Café.

Ok, el audio del concierto no es el mejor; pero en el grupo ya se advierte una voluntad de ruido y caos, que le conocemos desde aquel verde Got Live if You Want it! (66). Hay momentos en River en que sólo tocamos una bola de ruido con ruedas de beat. Porque los Stones no reproducen canciones grabadas, no hacen una "pasada". Están aquí y ahora, en el fragor del vivo, y eso los lleva a ser sólo energía viva, un "bigger bang". No vamos a un show stone a aplaudir virtuosos, sino a contagiarnos de intensidad.

A más de medio recital, el escenario se desprende para desplazarse entre la gente, como si fuera una estación convertida en locomotora. Para un set que incluye el Miss You (78), la novedad de Rough Justice (05), Start Me Up (81) y Honky Tonk Women (69), habrá un Jagger devenido Soledad Pastorutti al mando de una coreografía de remeras al vuelo. La comunión del público con el grupo es única. Si Jagger-Richards son un ejemplo viviente de ese experimento juvenil del siglo pasado que fue la cultura rock (son la única banda aún íntegra de su generación), también sirven para entender nuestro rock. Estos ingleses de 60, multimillonarios, que duermen en las sábanas de algodón egipcio del Four Seasons y cenan con Daniel Hadad, logran acercarse a los chicos suburbanos a través del complemento del rock estón nacional, una traducción al criollo que desaliena el mensaje de Sus Majestades. Nuestras bandas quieren enorgullecerse de ser todo lo callejeros y pordioseros que los verdaderos Stones sólo fueron a través de metáforas.

Esto es más que un mero show: es memoria y balance de las promesas contraculturales de los '60. Por eso, cuando You Can't Always Get What You Want (69) se alía al himno Satisfaction (65) para el bis, estamos ante la gran moraleja Stone: que resignarse no es la opción, porque la vitalidad sólo la da seguir detrás de nuestros deseos. Y decir que no, pero afirmando el erotismo.

Pablo Schanton escribe en Clarín